La promesa de que los últimos serán los primeros es una que solo se puede permitir hacer un nepo baby con ínfulas de deidad o un lunático, que pueden ser lo mismo. Pero en el caso de The Last of Us (HBO Max) es una realidad empírica. Joel y Ellie (Pedro Pascal y Bella Ramsey) perdidos, con rumbo y en el lodo, han congregado a una comunidad de seguidores que ha convertido a la serie en el gran fenómeno de la temporada.
La ficción funciona a dos niveles: el grandilocuente, de acción, que dota a los personajes del objetivo de salvar al mundo. Y otro más pedestre que implica a dos personas caminando, leyendo chistes malos y entablando una conversación infinita gracias a la cual establecen una intimidad que los convierte en familia. Esa es la parte más redonda de The Last of Us. Y la que permite que se le perdone su irregularidad. También es la menos vista, porque hemos tenido zombies a espuertas (11 temporadas de The Walking Dead, entre otras), distopías delirantes (ahí sigue El cuento de la criada), y otros high concepts mezclados con filosofía barata que se han olvidado de lo esencial: o vas con los personajes o todo lo demás da igual.
En The Last of Us vive dios que vamos con el padre destrozado por la muerte de su hija y la adolescente huérfana que ha crecido sin ninguna sensación de pertenencia. La gran historia de amor de la serie es esta, no la del tercer capítulo. Querer a alguien de tal modo (breve destripe) que te lleve a mentir, a matar, a contar la arena del mar, a renunciar a salvar al mundo si eso significa perderla. Si me dan a elegir entre tú y la humanidad, me quedo contigo. ¿Hay mejor declaración de amor?
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