Un columnista de este periódico me contó una vez que, sin él saberlo, le salvó la vida a una mujer. Cuando fue a pagar la cuenta de una comida, la camarera se negó, invitaba ella: era su manera de compensarle después de que un libro suyo la hubiese disuadido de suicidarse.
No sé si Maruja Torres ha salvado a alguien de la muerte, pero a mí me salvó de una vida que no quería. De una existencia adolescente y, por tanto, hiperbólica, rodeada de grisura e incomprensión, de un aislamiento íntimo tan cotidiano que parecía lo natural. De ser un pez fuera del agua que, por no saber, no sabía ni que hay mar. Abrir este periódico, y leerla era, por parafrasear el poema de Emily Dickinson que dio título a una de sus novelas —la primera suya que yo leí—, “un calor tan cercano como si el sol brillara en la mano”.
Disfrutarla en Lo de Évole me ha llevado a entonces. A aquellas crónicas de los Oscar, a aquellos Perdonen que no me levante que firmaba con su correo electrónico —sí, le mandé mails que ella contestó atenta—, a los reportajes, a las entrevistas, a los libros, a las firmas de libros, a sus intervenciones televisivas. A empezar asomarme por una rendija a la vida que deseaba con vergüenza, como tantos deseos juveniles, y que ahora tengo la fortuna de poder gozar. Porque si hoy vivo de escribir, se lo debo a ella la primera. El dolor que te proporciona la vida, como dijo en el programa, “hay que llevarlo con la correa corta y conseguir que te lleve el paso, porque como eche a correr, estás perdido”. Pero la felicidad hay que disfrutarla y regalarla con la manga muy ancha. Muchas, muchas gracias por tanta, Maruja.
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